Las notas musicales
de mi vida.
Por Omar Reyes.
[responsivevoice_button buttontext=”Leer en voz alta”]
Platicar la historia sobre cómo inició mi gusto por la música clásica y la música fílmica, sería platicar también la historia de cómo inició mi gusto por el cine.
Ambas anécdotas están entrelazadas, como lo están también muchas otras historias de mi vida.
Todo comenzó durante mi infancia. Crecí como cualquier otro niño de mi barrio, interesado en todo y a la vez en nada. Descubrí el mundo encarando cada nueva aventura con esa maravillosa capacidad de sorprenderme.
Pues como todo niño, a esa corta edad ignoraba tantas otras cosas que de grandes damos por bien sentadas.
Recuerdo que en la primaria a donde asistí, ocasionalmente había una matiné donde proyectaban películas de cine mexicano. Figuraban “El Santo”, “Viruta y Capulina”, o “Cantinflas”. Incluso los hermanos Almada llegaron a protagonizar alguna proyección escolar.
En esos tiempos, la mayor inquietud era traer en la bolsa cuando menos 1 mil pesos (1 peso actual), ya que con eso bastaba para disfrutar de un refresco y una bolsa de palomitas o churros con salsa picante mientras veía la película. Así era el cine para mi corta edad. Nada sabía sobre actores, directores, productores, escritores, marcas, licencias, compañías, etc.
Si hablamos de música, el panorama no era muy diferente. Cualquier género podía ser bueno, ya que siempre escuchaba la música que ponían los adultos. De modo que bien conocía los ritmos de Flans, Pandora, Timbiriche y Mecano; llegando a los acordes de José José, Luis Miguel o Juan Gabriel.
Todo cambió un día de 1993. Aún no completaba la primera década de mi existencia cuando experimenté algo muy nuevo. Ese día fui a un cine de verdad. Ya antes había asistido a una sala cinematográfica, pero la experiencia no había sido ni remotamente memorable.
Mi primera vez en la pantalla grande, la película en exhibición era “La Mosca” (The Fly), protagonizada por Jeff Goldblum; y para la edad que tenía cuando la vi, mi madre no me dejó presenciar las grotescas escenas de Seth Brundle (el personaje principal) cuando su experimento sale mal. Así, caí rendido entre los brazos de Morfeo y la incomodidad de mi asiento.
Pero mi segunda vez en la pantalla grande, la de aquella tarde de 1993 fue muy diferente. La película era muy distinta – casualmente también aparecía Jeff Goldblum -, sería una una que me impactaría profundamente.
Las luces se apagaron y la cinta comenzó a proyectarse. En un inicio, la trama se mostró de un modo enigmático, hasta que tomó ritmo y en el momento menos esperado llegó hasta una de las escenas que de hecho marcó y revolucionaría a la industria del cine.
En la pantalla, dos vehículos de paseo detuvieron su marcha a mitad de un área verde, y sus ocupantes descendieron de ellos para dar paso a la visión más increíble e inimaginable para ellos, y para mí. ¡No lo podían creer! ¡Y yo tampoco! Me encontraba atónito, no pude dar crédito a lo que aparecía en la pantalla. ¡Un dinosaurio de verdad! (o cuando menos así lo parecía).
Pocas cosas tan grandiosas puedo imaginar para la mente de un niño como eso. A través de esa película casi podía tocar y sentir a los dinosaurios. La experiencia fue tremenda, y sí, esta película nos tuvo preparadas muchas sorpresas más.
En efecto, “Jurassic Park” marcó un parteaguas en la industria del cine (claro que yo en ese entonces no lo sabía, ni lo entendería hasta mucho después). Revolucionó las técnicas de efectos especiales existentes hasta ese entonces, permitió a toda una generación de cineastas aventurarse a nuevos terrenos y expandir los horizontes de lo que podían desplegar en la pantalla.
¡Y vaya que fue mucho lo que lograron en este filme, y tan sólo era el primero!
No es el tema de hoy platicar sobre la película, que seguramente no es para nada desconocida. Les haya gustado o no, no cambia el hecho de que para mí fue impresionante. Pero el punto realmente importante, y que nos ocupa hoy, vino después.
La película estaba por terminar, había pasado ya todo el drama, el suspenso y la emoción. Nuestros héroes estaban sanos y salvos, y ante la tranquilidad del momento, en la escena final de la película pude escuchar algo muy especial. No era el agua de la cascada en el helipuerto de la isla, ni el rotor del helicóptero que llevaba a nuestros protagonistas a su salvación. Era algo más…
Una presencia ominosa, un elemento que siempre estuvo ahí, en cada película que yo había visto antes, pero que hasta entonces, en ese momento, en esa escena, pude sentir y comprender: Yo estaba escuchando la música.
Hubo algo en esa partitura que me llegó hondo, tocó mi fibra más sensible, me cautivó y trastocó completamente. La sensación no era normal. En ese momento yo no podía entender cómo una película con una temática como lo es Jurassic Park podía tener una composición que en ese momento se me presentaba tan sublime y hermosa. Pero ahí estaba… ¡y funcionaba!
Esta es la razón por la que ese día decidí que me gustaba la música fílmica:
Presiona el botón de Reproducir para escuchar la música
Tema: 14M2a “Finale and End Credits” (Part I)
Compositor: John Williams
Película: Jurassic Park (1993)
Aquella vez permanecí en la sala de cine hasta que terminaron los créditos de la película. No pude despegarme de mi asiento, la música me tenía atrapado, totalmente absorto. Sin embargo todo aquello fue efímero. Se acabó y no tenía manera de saber más, ni escuchar más.
Todo lo que pude rescatar de aquellos créditos fue el que decía “Música por John Williams”. Un nombre que resonaría por siempre en mi mente, hasta la fecha.
Imaginen ahora la dificultad de aquellos días para obtener más información sobre aquel hombre y su obra en un mundo en el que no había Internet, o algún otro lugar dónde pudiera siquiera consultar quién era él. Y así pasé en la oscuridad, pensando sólo en la música, conformándome sólo con recordar la melodía.
Un par de años después, paseando por el centro de la ciudad en una tienda común y corriente, por pura casualidad, en una modesta sección de discos de música, entre los éxitos de Luis Miguel y Juan Gabriel, encontré uno que capturó toda mi atención. ¡No lo podía creer!
En el aparador de aquella tienda estaba una caja de disco compacto con el emblemático logotipo de la película, y ya cuando me acerqué más pude ver que abajo decía “Música compuesta y conducida por John Williams”. ¡Mamá!, grité. Y comencé a suplicar que me comprara aquello. Ni siquiera he olvidado el precio del disco: $32 pesos de esos días.
Eterno me pareció el camino a casa aquella tarde para llegar a escucharlo y disfrutar de nuevo de aquella melodía y descubrir también que había mucha más música. Un mundo nuevo se acababa de abrir ante mis ojos (y oídos).
Continuará…